sábado, 21 de febrero de 2015

¿Por qué seremos así?


El otro día me decía Rafa que está viendo abundantes casos de distanciamiento en las relaciones entre personas muy cercanas a cuenta de las discusiones políticas. Como Rafa es muy muy buena gente, me dice que es porque “la política nos toca muy de cerca”, pero yo pienso con frecuencia que Rafa es demasiado buena persona, y no creo que la cosa vaya tanto por ahí.

Decir que hay irritación en el ambiente no es ningún descubrimiento, pero la irritación sabe amoldarse a según con qué personas estamos hablando; digo hablando refiriéndome a “El Tema”, esa especie de campana movida por las opiniones políticas y amplificada con sesgos no siempre decentes por los medios de comunicación, esa conversación política en la que parece que todos somos doctores, y en la que repetimos consignas con más o menos naturalidad.

¿Por qué ahora puede llevar a desunir a personas queridas? Le doy vueltas a la cabeza y se me ocurren varias posibilidades:

1.- Porque se confunden las ideas con el mensajero. Se personalizan los temas en función de quién lo dice, y sus dotes de simpatía o antipatía modifican inmediatamente al mensaje.

Me parece extremadamente corto. Una idea es buena o no en función de sí misma y de su aplicabilidad al contexto al que se dirige. Los voceros de esas ideas pueden ser brillantes, ejemplares, intachables… o no necesariamente, pero eso no invalida la idea.

¿Tiene algún sentido destruir la idea porque quien la pronuncia hizo algo con lo que no se está de acuerdo, que es incoherente con lo que pronuncia o, incluso, es rematadamente vergozoso? Si los que tienen la voluntad (o tal vez la ambición) de enarbolar banderas tuvieran que ser necesariamente seres virginales, y ahí me valen todos los bandos, seguramente nadie estaría autorizado a subir a una tribuna.

Esta razón no es muy contundente, pero es sólo una de ellas.

2.- Porque se confunde a los ricos con los poderosos. Y se hacen bandas en función de un status social. Es cierto que muchos poderosos son ricos, no todos, y es así porque muchos han usado su poder para atesorar bienes, pero no es una ecuación fija.

¿Son poderosos todos los ricos? En absoluto, alguien puede ser rico por la fortuna de una herencia, por el esfuerzo de su trabajo o por la genialidad de sus ideas, y el dinero que así ha conseguido no tiene por qué ser un estigma.

¿Son detestables todos los poderosos? En absoluto, alguien puede usar su poder, en el ámbito que sea, para hacer el bien, para generar riqueza, para mejorar la sociedad en la que vive, para legislar con cordura.

¿Alguien tendría algo que perder en el futuro? Y hablo de un futuro independientemente de las opciones ganadoras en cualquier turno de gobierno. Pues sí, tendrán algo que temer desde ya mismo los que se han hecho ricos indecentemente, saltándose las leyes o perjudicando a alguien, o los que han usado su poder para realizar injusticias, dañar a alguien  o perjudicar a la sociedad. Me parece que las personas que tuvieran algo que temer por estas causas deben seguir temiendo, sea quien sea quien rija los destinos del país, porque han hecho algo que es reprobable por encima de las leyes escritas, han hecho lo que se llama, simplemente, el mal.

3.- Porque se confunde el cómo me va con cómo le va a la sociedad. Es entendible una reacción conservadora que asocie el “me va bien” con que “el entorno es bueno”, pero esa ceguera no puede dejar de ver que la sociedad está padeciendo dificultades y sufriendo por la injusticia.  Siendo esto así ¿cómo voy a mantener que es mejor dejarlo todo como está?

Otra cosa es que a alguien le vaya bien porque se está aprovechando de circunstancias propias de los malos ricos o los malos poderosos, entonces sí que es difícil que pueda justificar su bonanza personal olvidando egoístamente cómo el origen de tal bonanza es lo que hace sufrir a otros muchos.

4.- Porque se confunde lo malo con lo normal. De acuerdo, el ser humano es imperfecto, es capaz de grandes aberraciones y puede que tenga ciertas tendencias que más valdría corregir, o ser controladas por leyes disuasorias. Pero de ahí a resignarse con que, dado que es la tendencia natural, es admisible que alguien sea injusto, me parece un tratamiento bastante torticero en contra de lo que deberían ser valores incontestables. Y el ser humano también es genial.

En estos tiempos de crisis se ha utilizado mucho el término “descontar”, como si todo pudiera ser tratado igual que una letra de cambio: He descontado el soborno de los presupuestos de mi proyecto, he descontado la economía sumergida del PIB, he descontado el fraude del flujo de tal bien…

¿Por qué esa resignación? Sólo se me ocurre que la defiendan los que sí se benefician de ese mal ¿Es eso algo que defiende alguna opción política?


Y con confusiones tan simples nos perdemos en discusiones que nada tienen que ver con la justicia ni con el sentido común. Esa irritabilidad nos hace convertir las conversaciones en confrontaciones, nos arrojamos a la cara consignas que están traídas por los pelos y coreamos miedos, símbolos y tópicos olvidando algo tan simple como lo que estamos defendiendo… y a quién tenemos delante.

Sí, podemos perder la capacidad de conversar cuando hacemos a alguien responsable de lo que puede pasar por las ideas que tiene. Lo que puede pasar pasará por mil circunstancias, no sólo porque yo defienda unas ideas y apoye ciertas opciones.

Podemos perder la capacidad de conversar cuando nos apoyamos en la historia equivocada o mal contada, cuando las referencias que usamos del pasado no encajan con nuestro presente, cuando pretendemos forzar con una palanca los nombres, las cifras y los hechos.

Desde luego, perdemos la capacidad de conversar cuando, en el intercambio de opiniones, alguien dice “¡no me jodas!”. Ahí está el punto. Cuando se habla no se quiere joder a nadie, y esa expresión desautoriza la diferencia.

Y la diferencia en los naipes que se reparten es lo que permite jugar




David Hockney "The conversation" 1980
Y el patio de la escuela de teatro de la Sala Mirador