domingo, 7 de julio de 2019

Viajar

Para muchísima gente, y especialmente entre los de mi generación de baby-boomers, viajar es una actividad completamente idealizada que ha llegado a ser casi una necesidad. Y hay muy buenos motivos para ello:

En la segunda mitad del siglo XX, viajar ya no tenía las penalidades que había antes. Los idiomas estaban más o menos disponibles, los medios de transporte se multiplicaron y popularizaron y disponíamos de bastante flexibilidad logística, material y mental.


Para esta generación, y especialmente esta generación de españoles, viajar era salir; salir de la jaula en la que nos sentíamos encerrados y respirar aire fresco.

Viajar era también conocer. Nuestros puntos de referencia eran tremendamente casposos, la distancia social y cultural con cualquier destino nos hacía abrir los ojos, y las mentes, y acceder o experimentar un verdadero crecimiento.

Viajar siendo de una generación medio hippy significaba también tocar con la punta de los dedos el exotismo presente en tantos entornos artísticos míticos.



Viajar, cuando uno estaba inmerso en los agobios de una incipiente carrera profesional, también era desconectar, poner todos los contadores a cero y retomar la cotidianeidad con otro impulso.

Viajar estaba idealizado, tal vez sobrevalorado.

¿Que ha sucedido 50 años después? Pues que la pulsión por viajar sigue viva, pero el resultado de la experiencia se ha vuelto decepcionante. Casi siempre decepcionante.

Es más que probable que los responsables de esta degradación seamos nosotros mismos, como casi siempre, porque viajar se ha convertido en un objeto de consumo con todas las miserias que eso conlleva.

Al viajar hemos dejado de encontrar diferencias enriquecedoras, tanto porque nuestra distancia de partida respecto al resto se ha nivelado como porque la globalización se ha encargado de laminar matices. No hay apenas diferencias entre la calle Serrano o Regents Street, por poner un ejemplo. Las mismas cosas en cualquier sitio.

Los destinos han perdido autenticidad. Los que viajamos somos consumidores y material consumible es lo que encontramos.

Viajar se ha convertido en una actividad masiva, y el tumulto es casi siempre lo peor, tanto para el que va como para el que recibe.



Claro que es fácil caer en la tentación de añorar cierta exclusividad con todo lo que eso tiene de experiencia de valor, pero no es esa la solución. Viajar se ha convertido en algo no placentero bajo las premisas que nos impulsaba a hacerlo y, por tanto, la única respuesta razonable es replantearse el deseo.

¿Seguir viajando por inercia, motivados por unas expectativas que ya no van a alcanzarse?

¿Huir hacia adelante buscando destinos cada vez más lejanos, más inaccesibles, más caros y más incómodos?



¿Documentarse en las mismas fuentes donde ya se documentan miles de personas, cualquiera que sea el lugar o la temporada?

¿Viajar a cualquier punto del planeta cuando los viajeros, los turistas, nos hemos convertido en potenciales presas de un mundo cada vez más inseguro, más violento, más cutre?

Hay que hacérselo mirar y levantar el pie. Fue bonito mientras duró y, sin perder aquellas motivaciones originales y tan ricas, habrá que materializarlo de otra manera.

Nos lo hemos cargado, qué le vamos a hacer.

Y ahora, la muerte del cisne: si voy a reducir mi turisteo, moriré matando. Estoy preparando un viaje a Venecia y así es casi seguro que no me arrepentiré luego de aparcar esta manía de viajar.