Bien, todo bien.
Fantásticamente bien.
Imagen de Amazon.
No les falta de nada
Después de varios días haciéndome a la estética y la dinámica de Venecia me resulta curioso desembarcar tras pocos minutos en una ciudad como Padua. La primera sensación es verla como "muy francesa, muy del Imperio".
Edificios nobles y sólidos, espacios enormes y mucho soportal. Tal vez sea porque es sábado, pero me ha parecido bastante chic y animadísima. Muchas calles del centro son un rosario de bares y restaurantes, con mucha gente guapa como solo los italianos saben ponerse, y he visto cantidad de plazas con mercadillos de todo tipo, desde verduras hasta bragas.
Ha debido tener un potente pasado romano y medieval que no he podido palpar en unas pocas horas. El Museo Arqueológico es espectacular y los frescos de Giotto en la Capilla de Los Scrovegni llegan a abrumar. Hay tantísimos que pasa como en las rebajas del Corte Inglés, que casi no ves nada.
Preparando el regreso y tengo que rumiar mucho este viaje. No tanto por lo que he visto, que también, sino por el para qué he venido y el cómo me vuelvo. Lo he disfrutado tanto que no sé dónde ha quedado aquel sentimiento de hartazgo tan pesimista con el que hice la maleta.
¿O era un truco? Porque también cabe pensar que si estaba tan harto no lo habría preparado tanto..... Un tramposo de mierda, me temo.
Arrivederci cara!
Todo lo que se puede entrar siendo un extraño, fugaz y sin puntos de conexión.
Día de lluvia fuerte e inundaciones donde parece ser que se inunda siempre: donde hay demasiados turistas y pesan demasiado.
Así que me he reconciliado con las botas y ropa de agua y hoy sí que he entrado en cantidad de sitios para defenderme del mal tiempo. Ningún museo, pero docenas de iglesias y exposiciones de las que apenas sabría decir sus nombres.
¿No se cansarían en su época de ese exceso de Tintorettos, Veroneses, Bellinis, Tizianos, Tiepolos y Canalettos? Me imagino los talleres de estos artistas como una nave industrial produciendo a tope. Si no eran así no se entiende la cantidad de obras que hay en esta ciudad, más las distribuidas por todas las colecciones que se precien en el mundo.
Pasear por estos lugares es como meterse en una enciclopedia, como ser un gorgojo viviendo en el Summa Artis. Los acumuladores de tanto tesoro, los ricos y poderosos de cada etapa veneciana, seguro que eran tan insaciables como los actuales, aunque probablemente no tuvieran ocasión de dispersarse tanto.
Compraban, importaban, financiaban y robaban obras de arte como hoy se hace con cualquier bien. Ahora conseguimos bajo cuerda desde el oro y los diamantes para hacer caja hasta el wolframio y el coltán para la industria, y de la misma manera ellos robaron desde columnas de mármol y esculturas hasta los huesos de San Marcos en Constantinopla con fines de protagonismo político, aunque los muy listos los falsificaron después de perderlos en un terremoto.
La riqueza les hizo tan poderosos en los negocios como en la guerra, nada nuevo en la relación entre ambas cosas, y su declive comenzó con las nuevas rutas de navegación. Otra vez la Geopolítica, más o menos como hoy.
La cuestión es ¿Dejarán los poderosos actuales un rastro tan hermoso siglos después de desaparecer? ¿Tienen nuestros ricos contemporáneos ese deseo de trascender para la sociedad o emplean parte de sus riquezas en tratar de pasar desapercibidos?
No creo que unos sean mejores que otros, pero un día tendré que estudiar un par de cosas que me llaman mucho la atención: los intereses de los ricos y la manía de poner poses absurdas para hacerse fotos. A ver si consigo desentrañar ambas cosas sin emitir juicios.
Hoy me he cruzado con ellos en un escaparate y me ha dado una punzada. Ese libro es algo de lo que más profundamente me ha tocado en muchos años.
Pero, volviendo a Venecia, afortunadamente hoy no tenía tan elegante calzado para aprovechar un día de sol que me ha hecho maldecir al acarreo de botas de agua y chaquetas impermeables.
Me he tirado temprano a la calle y a la laguna. He ido hasta Burano y La Giudecca, he pasado andando al Cementerio de San Michelle porque no recordaba que hubiera un puente flotante para llegar a la isla, y me lo he tomado con mucha más calma tras las maratones anteriores.
En realidad, lo que hacía era buscar esta estatua que no recordaba donde estaba, a pesar de que no hay tantas en Venecia. Ahora la veo, es la estatua a Colleoni que impresiona tanto como todas las obras de Verocchio. Nadie es tan fiero como lo representa Verocchio, ni tan bello, ni tan fuerte. Ni siquiera tan santo.
En casa tengo un cuadro desde que era veinteañero con los tres David: el de Miguel Ángel, el de Donatello y el de Verocchio, y éste siempre ha sido mi favorito. No trata de ser una fiel reproducción clásica como el de Miguel Ángel, ni está lleno de simbología como el de Donatello. Es solo un muchacho bellísimo al que no golpearías para que hablase, como dicen que hizo Miguel Ángel con La Pietá.
Caminar y caminar, sin darme cuenta del exceso de kilómetros hasta que caigo rendido por la noche.
Descubrir sitios y notar las diferencias entre cada barrio. Sentir que los turistas destrozan lo que tocan, pero aún quedan partes inexpugnables en esta ciudad.
Y ahí me doy cuenta de mi error, porque pensaba que los ingleses eran los más locos a la hora de poner nombre a los diferentes tipos de calles, pero atención a esta ciudad donde no hay strade como en el resto de Italia, aquí hay un follón de calli, fondamente, río, terra, campi, campielli, salizada, sotoportego, ramo, corte, cortile, ponte, fontego, lista, piscina, ruga.... (he tenido que acudir a una guía para comprobarlo). Lo más fascinante es que, con toda esta colección de términos, y diga lo que diga el diccionario, piazza como tal no hay, porque ese título está reservado en exclusiva a la Piazza San Marco.
¿No es bonito? Pues aquí dejo al León más triste del universo veneciano.
Si decía ayer que dejar de viajar puede hacerse con los mismos trucos que dejar de fumar, he errado en el sitio. Venecia no es lugar de donde marcharse hasta las narices.
Sí hay gente, claro que sí, pero tampoco tanta y... ¡Ay los turistas empaquetados! todos están en los mismos sitios, ignorando que hay tantos otros para disfrutar.
Tenía razón Visconti cuando empezaba con Mahler su película, con Dick Bogarde saliendo lentamente de la bruma con el vaporetto. Por más veneciano que sea Vivaldi, que lo es, esta ciudad pide una música más de hacerte llorar el corazón. Por más gente armada de palos selfie con que puedas cruzarte, esta ciudad es una burbuja de soledad.
O al menos es el sentimiento que yo tengo.
Tal vez sea porque la propia Venecia está sola, sola en medio de su laguna, sola con sus peculiaridades únicas, sola siendo una república desde la caída del Imperio romano hasta la llegada de Napoleón, sola entre los planetas de Oriente y Occidente sin tomar partido abierto por ninguno de ellos.
Cuando pateo cualquiera de sus calles o cruzo sus plazas tengo la sensación de que sus cansados muros me contemplan con cierta pesadumbre, como si me miraran diciendo ¿Tú me comprendes o solo viernes a hacer fotos?
Me he sorprendido varias veces esta mañana pasando la mano por los ladrillos a punto de desmoronarse, acariciándolos como quien da palmaditas en el hombro a una persona triste. Me dan ganas de abrazarla, y por eso no he entrado en ningún museo ni en ninguna iglesia o monumento, solo he subido hasta arriba del campanile de San Marcos para poder abarcarla toda.
Me parece que era Jan Morris quien decía que Venecia "son los restos del decorado de una feria universal", pero no acabo de ver esa connotación de cartón piedra ficticio. Venecia me parece tan real como esas matronas muy muy mayores que se sientan a desayunar al sol cerca de mi casa. Las arrugas de su piel ya no se llevan bien con los maquillajes excesivos ni con los escotes o las mallas que se empeñan en vestir pero ¿algo de eso las quita autenticidad? Creo que no, y lo más importante de todo: se siguen sintiendo guapas y capaces de prácticamente todo.
Es como dejar de fumar. Intelectualmente puedes entenderlo, te lo dicen de mil maneras y sabes que es un placer efímero con malas consecuencias. Todo esto es cierto, pero cuesta dejarlo.
Con lo de viajar pasa lo mismo. Cada vez es más decepcionante lo que encuentras al llegar, una vez conocidos muchísimos sitios asequibles el siguiente paso tiene una relación coste/satisfacción más que discutible, el placer con el que sueñas se ve muy comprometido por saturación de otros viajeros, por prácticas comerciales codiciosas y por una evidente falta de encanto, a todos los niveles.
Dejar de fumar es fácil con un buen empacho o con una evidencia de esas que te deja temblando. Dejar de viajar debe ser fácil metiéndote de lleno en un lugar que sea famoso por acumular sobre explotación, precios altos, mala climatología y tópicos manoseados sin gracia.
Así, con ese ánimo me voy a Venecia, la ciudad que está en lo más alto de la lista de destinos de viaje de los que salen en los catálogos, y que nada tienen que ver con otros viajes de experiencia, pero es cierto que estoy en un momento especialmente sediento de impactos visuales. Si con este viaje me alegro los ojos y me saturo de inconvenientes turísticos seguro que no me costará tanto levantar el pie del deseo de trotar por ahí.
De todos modos hay algunas particularidades. No es la primera vez que estoy en Venecia, aunque muy lejos de poder decir que la conozco más allá de un contacto superficial, pero para poder cumplir con mi rutina de estudiarme bien los sitios antes de iniciar un viaje me he encontrado con la imposibilidad de memorizar un mapa y sus trayectos. En Venecia no hay planos en el sentido habitual de la palabra. No hay centro y vías principales, no hay puntos de referencia; hay canales, callejas, pasadizos... y para tener la sensación de moverme con cierta solvencia me he estado empapando de libros de gente que adoran la ciudad, de manera que pudiera absorber sus sentimientos más que sus descripciones. Jan Morris y Donna Leon han sido excelentes compañeras de viaje y ya me han hecho disfrutar tanto como para que, sentado aún en el aeropuerto, pueda decir que "ha valido la pena". Sigue siendo válida la máxima de Juan Carlos Dávalos cuando, hace ya un siglo y medio, decía aquello de: Yo no viajo por llegar, viajo por ir.
Me voy. Sé que hago cosas raras como ir a un sitio saturado para curarme del odio a la saturación, pero ese reflejo de abrazar el fantasma no es la primera vez que me asalta, y no lo asocio tanto al coraje como a la curiosidad, y al tremendo orgullo de sentirme libre como para equivocarme. Pero son mis propios errores, nada que reprocharles.
Por cierto, en que hostel tan maravilloso he caído.