jueves, 15 de octubre de 2020

El Gran Espectáculo


Un enorme e interesantísimo espectáculo, siempre y cuando se sepa estar atento sentadito en tu butaca.

Un espectáculo largo, intenso, con secciones para todos los gustos y enormemente impactante. Un espectáculo que, además, lleva la emoción hasta después de bajarse el telón, cuando esa butaca que ocupe el espectador ya esté vacía.

Ése es el enorme privilegio de los nacidos alrededor de 1950 quienes, sin haber hecho nada para merecer tal butaca preferente, han podido ser testigos (participantes a veces) de una época inédita. Época de cambios, de revoluciones, de avances y contrarreformas como nunca en este país se habían conocido. Nunca sin del costo de una guerra.

Muchos pueden pensar que el espectáculo es algo bufo, pero es cuestión de paciencia y de ver toda la obra en su conjunto sin obcecarse en unas escenas determinadas; escenas que, también hay que decirlo, por más irritantes o aburridas que parezcan, tienen su fundamento para la evolución del argumento.

Los que se incorporaron a la vida por aquella época ha vivido:
  • Una dictadura, que por estar ya en la fase de “dictablanda” les permitió dotarse de valiosos criterios de lo que no querían sin que, salvo excepciones, hubiera que pagar con la vida o con los huesos.
  • Una revolución cultural alrededor del ’68 que trastocó en muy poco tiempo valores que se consideraban casi consustanciales con la civilización occidental.
  • Una creación de un país homologable, diseñado a golpe de generosidad, con todas sus estructuras, instituciones y normas que permitirán sacudirse un poco el lastre casposo que nos distanciaba de nuestro entorno.
  • Una revolución social, derivada en parte de la anterior, con cauces de representación, con reposicionamiento de clases y, sobre todo y muy fundamental, de género.
  • Una revolución económica, con todas sus imperfecciones e injusticias, claro que sí, pero donde aumentó considerablemente la realidad de que quien quisiera trabajar tuviera oportunidad de hacerlo, creándose de este modo nuevos estados sociales y autonomías personales.
  • Una revolución geopolítica en la que no solo se extinguen los imperios coloniales, sino que los protagonistas de cada uno de los dos bloques dominantes son humillados en Vietnam y Afganistán y se abre la puerta a cuestionarse todo el mapa de influencias.
  • Una revolución científica y tecnológica como nunca antes se había producido, si se considera lo accesible que es la nueva tecnología para una gran parte de la población.
  • Una revolución del conocimiento, principalmente derivada de los avances de la tecnología de la información y las comunicaciones, de manera que “el saber” era casi ubicuo e inmediato, democratizando el potencial que esto genera.
Sí, hemos asistido con la boca abierta a todo esto hasta que se nos ha resecado el paladar y ya casi no nos sorprende ver un paseo espacial, un trasplante de órganos, una imagen de una erupción volcánica o de una cópula de rinocerontes. El bombardeo de novedades maravillosas está a punto de castrar nuestra capacidad de asombro.

Y es tal la insensibilidad para poder seguir maravillándonos que apenas percibimos que cada una de estas facetas de progreso han entrado en terribles declives. Seguimos instalados en la inercia de la mejora infinita sin reaccionar tanto a que estamos ante:
  • Un declive social, donde la desigualdad entre “ricos y pobres” no hace más que crecer. Donde no hemos resuelto los problemas de marginalidad que pueden afectar a continentes enteros, y donde las inevitables migraciones se convierten en algo a solucionar a base de muros.
  • Un declive cultural tanto más grave cuanto la información y el conocimiento son mucho más accesibles, y tal vez motivado por la ausencia de grandes líderes de las ideas y de las artes.
  • Un declive geopolítico donde una gran parte de las antiguas colonias se han revelado como estados fallidos, donde las instituciones supranacionales han perdido credibilidad, y algo de legitimidad, y donde el ímpetu nacionalista crece cuando ya se creía superado.
  • Un declive ambiental que solo puede contenerse cuando asumamos que la riqueza para consumir es suicida y que el crecimiento tiene un límite, al menos con los esquemas actuales.
  • Un declive del conocimiento, donde nos hemos instalado en una superficialidad mediocre, hemos perdido la ambición por ser mejores cuando lo teníamos más fácil, y nos hemos conformado con seguir modelos carentes de fundamento. Somos hedonistas y nos conformamos por parecer en lugar de ser.
  • Un declive evolutivo en el que la contrarrevolución está liderada por los conservadores.  Me gusta la llamada de atención de Maalouf sobre el hecho de que, en el plazo de pocos meses, tomaron el poder Margaret Thatcher, Ruhollah Jomeini, Deng Xiaoping y Karol Wojtyla, haciendo suyo el cambio de sentido y significado de la Revolución, para convertirla en regresiva y conservadora con el aplauso de casi todo su área de influencia.
En cualquier ciclo histórico, esta montaña rusa de alzas y declives se aprecia con la perspectiva de generaciones, casi de siglos. Pero he aquí que, de repente, aparece un virus silencioso que se instala en un mundo globalizado y causa efectos globales.

Sus efectos no son tan relevantes en vidas truncadas, porque otras enfermedades han sido mucho más letales y la ciencia no tardará en encontrar el medio de derrotarlo. Tampoco lo mediría por los quebrantos económicos, ya que hemos salido de crisis tanto o más profundas. Lo que resulta interesante es el modo en que esta pandemia está actuando como el gran acelerador de cambios, todo lo que está poniendo en entredicho y su capacidad de sacarnos de nuestra zona de confort para hacer esos ajustes que, no por sabidos, dejaban de ser constantemente relegados.

Y aquí vuelvo al principio de este escrito, donde hablaba del gran espectáculo y del privilegio de una generación: Hemos vivido una progresión profunda, una contrarreforma, una quiebra y ahora puede que veamos una reacción tal vez similar en calado a la del inicio de nuestro ciclo vital.

Dicen que las crisis hacer salir lo mejor y lo peor de cada uno, por lo que el espectáculo está asegurado aun no sabiendo si asistiremos a una tragedia, a algo épico, o a una chapuza. Seguro que costará sangre, muchos se quedarán por el camino y será necesario fijarse bien en los detalles y tener paciencia; en las grandes obras no hay que dejarse deslumbrar por los personajes que hacen más ruido porque, con frecuencia, no acaban siendo los que lleven las riendas de la trama.

Seguro que no nos dará tiempo a vivir la implantación de nuevas soluciones, pero sí podremos apreciar por dónde se orientan los cambios. Es bueno no vivir su materialización porque, ya lo hemos visto, todo cambio relevante lleva consigo el germen de su propia destrucción ¿No hemos aprendido lo suficiente con ver cómo aquellos cachorros que levantaban adoquines en el París del '68 son los mismos, exactamente los mismos generacionalmente hablando, que llevaron al mundo a la crisis del hipercapitalismo en 2008?

Vivir todo esto es apasionante, siempre que no nos conformemos con el paso de los días sobre la piel, sino que abramos bien los ojos para no perdernos ni un detalle, para comprender sin juzgar. Se trata de asistir al espectáculo desde la butaca y asumir que los de esta generación no somos los protagonistas, ni siquiera actores secundarios. Somos testigos que, en el mejor de los casos, podremos tener una mirada más global como para no ponernos nerviosos y seguir la historia atentamente. Con atención para captar todos los detalles y ser capaces de ver el aire.

Saber compilarlo y contarlo, por si la perspectiva le sirviera a alguien, ya tiene que ser la bomba. A ver si alguien sabe y otros lo escuchan, porque eso sería como para justificar todo el oxígeno consumido en estos años.

Imagen de MadridDestino