lunes, 10 de noviembre de 2014

Tiendas

-      Hola, quería una alfombrilla de baño que sea antideslizante
-      No tenemos
-      Y ¿sabes dónde puedo encontrarla por aquí?
-      Eso, vete al IKEA. O tal vez en El Corte Inglés

Conversación surrealista de un viernes por la tarde en un barrio tan popular y populoso como La Prosperidad de Madrid.

¿Qué está pasando aquí?

El diseño de nuestras ciudades de tamaño medio a grande es el de manzanas de edificios con pisos y plantas bajas comerciales, casi sin excepción. Tal vez otras ciudades europeas tengan un concepto más residencial, con menos alturas y menos comercio, pero el nuestro es así.

Y es así no por casualidad, sino porque nuestra forma de ser genera esa idea de los negocios más o menos pequeños que atienden las necesidades de proximidad, y esas tiendas, bares, o hasta bancos no sólo son negocios, no son sólo sitios donde se facilitan productos o servicios, no son sólo puntos activos de la economía.

Son lugares que crean cierta animación en los barrios, iluminación, donde se genera un estilo de vida, donde se puede palpar la forma de ser de los vecinos, donde se relacionan entre sí, donde se establecen vínculos.


Y aun siendo así nuestro criterio de ciudad, el concepto de comercio tiende a concentrarse en los centros comerciales, los grandes almacenes de la periferia y los bazares de los chinos ¿No suena extraordinariamente raro?

Los comerciantes frecuentemente abren sus negocios sin pensar más que en su producto, pero ignorando a sus clientes y al resto de tiendas del barrio. Con tal cojera de inicio, se hacen costosas inversiones en la puesta en marcha y se atrincheran tras el mostrador esperando que alguien entre.

¿Entrar? ¿Para qué? ¿Por qué entrar en ese sitio?

Así, paulatinamente se van mustiando y, en más o menos poco tiempo, acaban cerrando sin recuperar la inversión realizada, tal vez sin pagar las deudas contraídas y despidiendo a los empleados. Es una enorme fábrica de frustración que ahonda ese espíritu de declive cuando paseo acompañado por persianas echadas, con sus carteles de Se Vende, Se Alquila… o ya sin expectativas, sólo abandono y pintadas.

Otros comerciantes conocieron tiempos mejores, y el reloj de su éxito se detuvo en ellos ¿No han visto cómo han cambiado sus clientes? ¿No han olido sus nuevos hábitos? Después de dolerse ¿Dónde está su reacción? ¿Seguir pensando en que no pueden competir por precio? ¿Realmente es el precio lo único que tienen que ofrecer a sus clientes?

Si las tiendas son tristes, las existencias pocas, la variedad inexistente, el trato distante… ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?

Sobre los clientes podría escribirse un libro acerca del papanatismo de las tendencias, pero eso vendrá en otra ocasión.

¿Qué hacemos entonces? ¿Nos resignamos a vivir en ciudades fantasmas? ¿Limitamos nuestros hábitos a ir de casa al metro y del metro al curro y viceversa?

Nadie va a contestar que sí, que sea eso exactamente lo que queremos hacer, sino que pondrán una larga lista de razones por las que las cosas son como son. La delgada línea entre las razones y las excusas se hace mucho más gruesa cuando, sobre lo que nos parece ser la realidad, volcamos un gran cargamento de ilusiones, sueños y deseos capaces de poner un pie detrás del otro.

Si los comerciantes se hacen proactivos, si entre ellos se establece una comunidad, si piensan en sus vecinos cercanos, si son capaces de aportar algo de valor más allá del precio, si vuelven a ser seres humanos y no sólo proveedores, hay un hilo de esperanza.

Si los ciudadanos toman consciencia del lugar donde viven, si asumen que, hoy por hoy, ése es su sitio, si consecuentemente empiezan a verlo como algo suyo, y lo quieren y lo cuidan, si aprenden que la suma de barrios hace una ciudad, la de ciudades una comarca, y la de éstas un país, verán que tienen en su mano teclas para componer algo que valga la pena. Se ha demostrado que funciona cuando ha habido que defenderse de algo, pero aún no nos hemos dado suficiente cuenta de que no sólo hay que defenderse de agravios y crisis, sino de la pobreza de un estilo de vida, porque limitarla al metro y al curro posiblemente no sea suficiente.

Si las figuras de la administración local se enteran de quién les paga el salario y quién les ha puesto en el sillón que ocupan, si se sienten servidores de ellos y no de sus jefecillos orgánicos de un partido impalpable, si son capaces de bajar a la calle y preguntar ¿Qué podemos hacer? y luego se ponen a ello, si se despojan de vanidades y prepotencias, entonces cosecharán alianzas, complicidades y apoyos que acabarían contaminando a un alcalde, a un diputado, a un senador y a otras cabezas coronadas.

Centrar nuestra calidad de vida en nuestra capacidad mental está muy bien, pero qué ayuda tan grande tendríamos si, además de eso, un día necesitamos comprar una puta alfombrilla y sabemos dónde encontrarla a unos pasos de casa, o si alguien nos dice “no la tengo, pero te la busco”, y entonces volvemos a verle dos días más tarde para recogerla, y por el camino saludamos a una docena de personas y nos tomamos un café con un par de ellos, y alguien nos pregunta cómo está la abuela tras aquella caída que tuvo…

Sí, es verdad que en IKEA está más barato (no sé cuanto) y que tal vez la tengan en los chinos (no exactamente la que me gustaría) pero ¿vale la pena claudicar? ¿a cambio de qué?

Bueno, pues si no queremos cambiar las ciudades, vámonos de ellas. Si, además de un sitio de trabajo, las ciudades son sólo sitios con oferta de servicios, hacemos el turista de vez en cuando.


Aquel sitio tan bonito del Southwark de Londres.