Todos queremos a Juan, y también algunos nos hemos enfadado algún día muchísimo con él. Le queremos por su imaginación, su elegancia, su creatividad, su desbordante generosidad, su alegría, su risa. Le queremos por ser un buen hombre, una hermosísima persona.
Es cierto que nos hemos enfadado con sus errores, que no son más que los míos, más que los de cualquiera. La diferencia es que nosotros ponemos mucho cuidado en disimular nuestras equivocaciones, casi más en ocultarlas que en evitarlas, y Juan siempre se muestra tal como es, para que se le quiera como es. Le queremos por esa honestidad.
Y otra diferencia es que, cuando esos errores se le explican con cariño y sin retorcerle el brazo, Juan siempre los acepta, y después, su reacción es sentirse mucho más cercano a quien así le trata, y sé muy bien de lo que estoy hablando. También le queremos por esa nobleza.
El conjunto de genialidad y de debilidades es lo que define a la persona real, lejos de esos perfectos ídolos de yeso tan poco interesantes. Juan tiene ese enorme atractivo de persona real en la que todos encontramos siempre puntos de coincidencia. Juan tiene esa capacidad de crear corrientes de simpatía alrededor que van más allá de lo que somos capaces de explicarnos usando sólo la torpe lógica.
Hace años, cuando mi madre ya tenía su cabeza muy perdida y no siempre sabía reconocer el nombre de sus hijos o donde se encontraba, aquella mirada algo apagada siempre se iluminaba con un destello cuando veía a Juan. Esa es su enorme fuerza y todos la hemos sentido alguna vez con él. Por eso, Juan es alguien inolvidable.
Al final de mi adolescencia, en una de las pocas discusiones que tuve con mi padre, y eran pocas no porque no le diera motivos para tener muchas más, un día me dijo: “Tú es que te pareces a tu hermano Juan...” Estábamos discutiendo, y no sabía si me estaba acusando de algo, o poniéndome en prevención de algo.
Como en tantas otras cosas, he necesitado de toda una vida, han tenido que morir mi padre y mi hermano para que llegara a entenderlo, para darme cuenta que, aquel día, lo que mi padre hacía era estimularme con el mayor de los piropos de que era capaz.
Así que hoy, con la intención de hacer justicia reparando aquella torpeza de entendimiento, sólo puedo ponerme la cara de mi padre delante y decirle: Papá, donde quiera que estés, gracias por decirme aquello, y sólo espero merecerlo.
El que más disfrutó en mi fiesta del 60 cumpleaños
Y que nos sorprendió demostrando que sabía guardar un secreto.
La otra es de aquellas Navidades de Manila...