Ya, ya sé que son palabras un poco pasadas de moda, y que sus definiciones pueden tener bordes un poco difusos. Sé también que ésta es, probablemente, la peor manera de empezar a hablar sobre conceptos y principios.
No tengo por qué excusarme pero, si fuera necesario, diría que es porque no tengo ganas de romperme la cabeza con aspectos muy formales cuando lo que me hace enfrentarme a un papel en blanco es algo muy parecido a la náusea.
Es la sensación que me viene tras leer los periódicos cada día, de pulsar opiniones aquí y allá, de escuchar accidentalmente conversaciones sueltas de la gente con que me cruzo.
Me siento expulsado de un mundo que creía más o menos conocer a la escala minúscula de mi vida, pero expulsado no ya por obsoleto o caduco, que tendría su razón de ser, sino porque he perdido el hilo para poder entender qué está pasando y por qué; o peor aún, para poder aceptar esta realidad y sentirme parte de ella.
Para aclararlo voy a explicar qué es lo que entiendo por cada una de estas palabras en su contexto social:
- La DECENCIA es lo que nos hace obrar con las cartas boca arriba, hacer lo que se dice y decir lo que se piensa. Es cumplir los compromisos y argumentar los cambios de opinión. Es mantener firmes los criterios sobre prioridades, no conformarse con lo que no sea lo mejor.
- La ELEGANCIA va mucho más allá que cuidar la formas, que se da por supuesto. Elegancia es no perder los nervios, es convencer antes que imponer, es argumentar lo que se defiende. La Elegancia es estar dispuesto a renunciar, es la empatía y el reconocimiento. Es saber cuál es tu papel y obrar en consecuencia.
Con DECENCIA y ELEGANCIA las personas siempre estarán antes que los grupos, la bandas o las sectas, y no eso lo que estoy viendo.
Creyendo en estas definiciones personales sin pulir, y tomando tales conceptos como valores a los que aspirar ¿qué veo cuando abro la ventana? Pues no solo nada parecido sino una voluntad casi furiosa por ir en contra de ellos. Desde luego que no soy yo el ejemplo de la persona decente y elegante que debiera, pero sé al menos que es ahí donde debo tender y me lamento cuando fallo, aunque falle con frecuencia.
Cuando este es el ambiente que se respira durante mucho tiempo tanto en situaciones trascendentales como irrelevantes, empapando toda la actuación humana, llega el momento en que el desánimo queda superado para convertirse en desesperanza, y se me hace sobrehumano el esfuerzo necesario para iniciar una cruzada o, al menos, para ir desmontando una a una cada mierda que se cruza en mi camino.
Ya sé que la DECENCIA viene dada por un compendio de genética, educación, experiencias e interacción con ciertas personas, y que la ELEGANCIA es más cultural, más manufacturada, casi siempre como consecuencia de algo o alguien que nos ha impactado particularmente como para sumarnos a su “estilo”. También sé que otra manera de adquirirlas es a hostias cuando se supone que deberíamos tener ciertas dosis de ambas y no hemos pasado la nota de corte, aunque no deja de ser una adquisición algo efímera.
Si todo lo anterior fuera cierto parece que la conclusión es que somos individualmente incapaces de superar la degradación por nosotros mismos, que es necesaria la participación activa de ejemplos, líderes, demostraciones de que otro mundo existe, que es posible… y obviamente mejor. Si no tenemos enfrente a alguien con quien compararnos es difícil darnos cuenta de nuestras propias carencias para superarlas.
Claro que tenemos potencial, tenemos la inteligencia, pero sin este contexto general el uso de la inteligencia puede tener una deriva bastante errática, como cuando se reivindica la libertad obviando que ha de estar guiada por la justicia. No, la inteligencia no tiene nada que ver con la DECENCIA y la ELEGANCIA y nos sobran ejemplos de lo contrario porque tales valores son incorporaciones a nuestro carácter (nuestra moral) y son independientes de los recursos intelectuales.
El caso es que contemplo todo esto con un sentimiento nada heroico, porque no se puede presumir del hastío del fastidio ¿Hay algo más empobrecedor?
Hombre joven en la ventana
de Gustave Caillebotte
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