viernes, 18 de octubre de 2013

Reyjavik


Después de diez días como una cabra (de estar en el monte) me costó entrar en esta ciudad. 

La veía extraña y no le cogía el aire, hasta el punto que, tras patear el centro, llegaba a la conclusión de que era como Soria, pero sin románico.

Nada convencido de esa impresión, esta mañana he cogido un autobús hasta el final de la línea para volver caminando al centro. Eso te permite ver los barrios nuevos, los barrios que no gusta tanto enseñar, pero es donde vive y se mueve la gente, entrar en los supermercados para ver lo que cuestan 100 gr. de mortadela, meter la nariz en los talleres, en los patios de los colegios..

Y es otra cosita. Cuando se hace así se le pilla el pulso a la ciudad, y acompasas tu respiración a la suya para empezar a meter cosas por los ojos y la piel. Empieza a gustarte, o gustarte de otra manera, empiezas incluso a coger cariño a la maldita chapa ondulada de casi todas las fachadas.

Está bien este sitio, es como si fuera Islandia: amplio, vacío, tranquilo, ordenado. Claro que hay turistas, pero se concentran donde les mandan, y claro que hay una calle Preciados (que aquí es Laugavegur) pero no tiene bochinche y los conductores dejan el coche parado tapando una esquina para charlar con un colega.

Cosas muy interesantes en los museos que, en los tres que he visto, me parecen más de exposiciones puntuales que de colecciones propias, barecitos, cafeterías encantadoras, mucha tienda de diseño y poca de ropa. Carísimo casi todo para un pensionista, pero con otro día de sol brillante he dedicado muchas horas a andar, y eso es gratis.

Para relajar las piernas, una sesión de barro termal al caer el sol. Está curioso y divertido, y es donde más vida social he encontrado. Aparte del tufillo, al que ya estoy acostumbrado, hay que pasarse un buen rato en la ducha, porque compruebo que ese lodo tan finito y caliente se seca al instante, y te lo quitas bien o te quedas como un ninot fallero.

Mañana la última vuelta por Reykjanes, y volando a casa

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