domingo, 11 de mayo de 2025

Europa II

 

Hace casi 10 años publiqué en este mismo canal un escrito desalentador sobre la decepción que me producía una Europa en notorio declive.

Ha pasado tiempo desde entonces, 10 años son una eternidad en el mundo acelerado del corto plazo, y también me han pasado cosas como para no haber cambiado bajo sus influencias.

Ahora, hoy, estar en Europa (o con más precisión, ser europeo) tiene una dimensión referencial que sería de necios ignorar.

Occidente” como concepto unificador de una civilización y una cultura ya ha implosionado y ha dejado de tener significado. Tal vez no sea una evolución conscientemente elegida, pero claramente ya no se puede meter en el mismo saco a Norteamérica, Inglaterra, Hungría o Francia. Los bloques como definición imperial globalizadora han saltado por los aires y ya solo responden a las pretensiones más o menos enloquecidas de paranoicos del pasado, que siguen pensando que el territorio significa algo más que un color uniforme en un mapa político. 

En medio de este desbarajuste vuelve a salir a flote aquella vieja idea de Europa como crisol de culturas y de ideas, depurada por la superación de mil errores y bruñida con rios de sangre que hoy parecen desproporcionados. 

Aquí estamos los europeos, herederos de la cuna del saber, hijos de los movimientos de progreso y culpables de las tropelías ejercidas entre nosotros y sobre otros; toda una colección de glorias y miserias cuyo saldo final no se puede menospreciar si nos olvidamos del tortuoso camino recorrido para llegar hasta aquí.

Así es: el camino tal vez no sea como para sentirse orgulloso de él, pero haciendo un repaso a lo que nos rodea más vale que nos agarremos a lo que hay de meritorio en nuestra historia, desempolvemos sus valores, nos atrincheremos con ellos y los reforcemos para no ser arrastrados por una ola regresiva de la que no se puede prever su destino.

Europa no es perfecta, no es coherente y no es justa, pero a la vista de lo que hay sigue siendo el mejor lugar del mundo para vivir. Podemos dejarla caer con sus contradicciones, dejar que la devoren sus acosadores o reforzarla para ser un último reducto desde el que la humanidad vuelva a recuperar la cordura. Tampoco es tan grande como para que suene a esfuerzo titánico.

Creo que esa es nuestra responsabilidad y su transcendencia es infinitamente mayor que cualquier otro cálculo interesado de pequeños nacionalismos trasnochados.


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