martes, 10 de marzo de 2020

Costa Vicentina

Al doblar el Cabo de San Vicente hay otro cambio enorme en la costa, y en todo el paisaje.



Y yo entiendo a Magalhāes y toda aquella gente de hace 600 años que se pasaban la tarde apoyados en el poyete de la fortaleza local, mirando a aquella inmensidad azul y las olas rompiendo desde lejos. Mucho tiempo así y acabas diciendo: "Venga, vamos" y descubres nuevas rutas a las Indias solo porque es lo que estaba al otro lado del horizonte. Es cosa de mucho tiempo por delante y darle vueltas a la cabeza, nada más.



Si me pasa hasta a mí, que soy un cobarde confeso, y que teniendo estas vistas, con tres cervezas, un barco y unos cuantos amigos que me calienten la boca acabaría colonizando un continente.

Bueno, solo si hay muchos días brillantes y tranquilos como el de hoy, porque con tempestad, el mar embravecido y el ruido de la tormenta, uno se aleja del poyete, se pone una chimenea en casa y le dice a los colegas provocadores: "Mira, otro día, que hoy estoy muy liado".




Son playas impresionantes, separadas de los pueblos y las carreteras por una barrera de montes, de manera que cuando te pones con ese mar enorme frente a ti, y con los montes y las dunas a tus espaldas, sufres el vértigo de perder todo punto de referencia, de no saber quién te crees que eres.


En la explanada de la fortaleza de Sagres hay una curiosa construcción con forma de un laberinto circular. Las paredes curvas canalizan y amplifican el susurro del viento, y el suelo tiene rejas que cubren los pozos que llegan hasta el rompiente de las olas, docenas de metros más abajo. Todo ello te pone ante los suspiros y los rugidos del dragón, dueño del océano, al que algunos se atrevieron a desafiar.

Aquí todo es grandioso, o tal vez solo es que te vuelves muy poquita cosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario