martes, 5 de noviembre de 2019

A Venecia


Es como dejar de fumar. Intelectualmente puedes entenderlo, te lo dicen de mil maneras y sabes que es un placer efímero con malas consecuencias. Todo esto es cierto, pero cuesta dejarlo.

Con lo de viajar pasa lo mismo. Cada vez es más decepcionante lo que encuentras al llegar, una vez conocidos muchísimos sitios asequibles el siguiente paso tiene una relación coste/satisfacción más que discutible, el placer con el que sueñas se ve muy comprometido por saturación de otros viajeros, por prácticas comerciales codiciosas y por una evidente falta de encanto, a todos los niveles.

Dejar de fumar es fácil con un buen empacho o con una evidencia de esas que te deja temblando. Dejar de viajar debe ser fácil metiéndote de lleno en un lugar que sea famoso por acumular sobre explotación, precios altos, mala climatología y tópicos manoseados sin gracia.

Así, con ese ánimo me voy a Venecia, la ciudad que está en lo más alto de la lista de destinos de viaje de los que salen en los catálogos, y que nada tienen que ver con otros viajes de experiencia, pero es cierto que estoy en un momento especialmente sediento de impactos visuales. Si con este viaje me alegro los ojos y me saturo de inconvenientes turísticos seguro que no me costará tanto levantar el pie del deseo de trotar por ahí.

De todos modos hay algunas particularidades. No es la primera vez que estoy en Venecia, aunque muy lejos de poder decir que la conozco más allá de un contacto superficial, pero para poder cumplir con mi rutina de estudiarme bien los sitios antes de iniciar un viaje me he encontrado con la imposibilidad de memorizar un mapa y sus trayectos. En Venecia no hay planos en el sentido habitual de la palabra. No hay centro y vías principales, no hay puntos de referencia; hay canales, callejas, pasadizos... y para tener la sensación de moverme con cierta solvencia me he estado empapando de libros de gente que adoran la ciudad, de manera que pudiera absorber sus sentimientos más que sus descripciones. Jan Morris y Donna Leon han sido excelentes compañeras de viaje y ya me han hecho disfrutar tanto como para que, sentado aún en el aeropuerto, pueda decir que "ha valido la pena". Sigue siendo válida la máxima de Juan Carlos Dávalos cuando, hace ya un siglo y medio, decía aquello de: Yo no viajo por llegar, viajo por ir.

Me voy. Sé que hago cosas raras como ir a un sitio saturado para curarme del odio a la saturación, pero ese reflejo de abrazar el fantasma no es la primera vez que me asalta, y no lo asocio tanto al coraje como a la curiosidad, y al tremendo orgullo de sentirme libre como para equivocarme.  Pero son mis propios errores, nada que reprocharles.

Por cierto, en que hostel tan maravilloso he caído.



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